Tribus


Es una tribu que como los gitanos no tiene ubicación fija: están en todo el mundo y viajan continuamente. No les voy a contar el chiste de las ovejas, está demasiado manido. Pero hay otro que les viene al pelo, uno de Eugenio: aquel hombre afligido por lo que parece una grave enfermedad, y le pregunta ansioso al médico: ¿es grave, doctor?  Y el médico contesta con cara de preocupación: mmmm, hágaselo mirar, Sr. Pérez, hágaselo mirar.

¿Cuántos consultores se han encontrado ustedes que sean expertos en saltarse los términos de referencia? Que contestan a lo que se les pregunta diciendo: mmm, en este aspecto recomendamos que se profundice más. Aunque les hayamos pagado precisamente para que lo hagan. O digan: según muchos autores, de acuerdo con varias fuentes, se considera que… También los hay buenos, no todos son así, pero en una cosa se parecen buenos y malos: los dos suelen terminar cobrando igual.

¡Todos al campo! ¿cabremos?

Sergio nos pasa esta entrevista a John Zerzan, representante del «primitivismo radical»: “Hay que destruir el aparato tecnológico”, donde propone que nos vayamos todos al campo. No vamos a caber.

Esta tribu vive sobre todo en países fríos y ricos, aunque han logrado extender su influencia a muchos países tropicales. Están emparentados con los mopongo y los luditas, con los que tienen en común su visión romántica de la agricultura y sus aficiones estéticas (les gusta el campo, pero no suelen vivir de él). Entre sus costumbres destaca su querencia por los alimentos locales y de temporada. Se agrupan en movimientos como «buy local» (compra local).

Estos son sus argumentos, y hay que reconocer que son potentes:  la comida sabe mejor, conserva mejor sus nutrientes, preserva la diversidad genética, está libre de OGM, apoya a las familias locales, ayuda a construir comunidad, preserva los espacios abiertos cerca de las ciudades, ahorra gasto público (porque las granjas requieren menos servicios que las ciudades -esto les encanta a los anglosajones-), mejora el medio ambiente, y asegura comida para el futuro (la alusión a la seguridad que no falte entre los estadounidenses). ¿Quién tendría algo que decir a virtudes tan razonables?

Los argumentos son morales, y tienen que ver con quién produce qué, y a qué otra cosa podrían dedicarse. Desde que empezó la era industrial, el mundo se ha organizado como un norte rico con una gran parte de la mano de obra dedicada a industria y servicios, y una pequeña parte en la agricultura, y el sur pobre, dedicado sobre todo a la agricultura. Williams, en su libro El campo y la ciudad,  lo describe así:

“…a mediados del siglo XIX la economía inglesa había alcanzado un punto tal que la producción nacional ya no alcanzaba para alimentar a la población del país. De modo que se instauró, pero esta vez a escala internacional, la tradicional relación entre ciudad y campo. Las tierras distantes se convirtieron en las zonas rurales de la Gran Bretaña industrial. (…) en las tierras distantes, fuera del alcance de la vista, se había estado formando un enorme proletariado. Como escribió Orwell en 1939 después de haber visitado algunas de esas regiones: Lo que siempre olvidamos es que la abrumadora mayoría del proletariado británico no vive en Gran Bretaña, sino que está en Asia y África.”

El problema es que este proletariado que mencionaba Orwell vive en gran parte de los productos que venden a mercados distantes. En este magnífico informe sobre Food miles, Oxfam y el IIED desmontan muchos mitos sobre la influencia que tiene en el efecto invernadero el transporte de comida, y plantea un problema ético: más de un millón de agricultores africanos venden sus productos a la Gran Bretaña. ¿Vamos a dejar de comprarles por comprar local? No hay muchas ocupaciones alternativas a la agricultura en sus países.

Hay quien podría argumentar que si dejan de vender al norte, que lo hagan en el sur, entre ellos. Sería  la aplicación del «compra local» dentro de los países pobres. Pero también tiene sus inconvenientes, en este caso  la poca demanda local de comida considerando la proporción de población rural/urbana. La mayoría de la población pobre  de las zonas rurales se dedica a la agricultura. Normalmente producen lo mismo que sus vecinos: es decir, en Centroamérica todo el mundo produce maíz y frijoles, plátanos, yuca, etc. Es difícil venderle al vecino, porque normalmente ya tiene, y los mercados locales tienen una capacidad limitada de absorción. ¿Por qué?

La gente tiene una capacidad limitada de comer, con lo cual, si hay más de un 50% de la población en la agricultura, y en las ciudades la gente come un plátano por persona y día, cada persona que se dedique a la agricultura podrá vender un plátano por día sólo a una persona. No más. La única manera de vender más es acudir a mercados más lejanos, a veces muy distantes, donde la concentración de población urbana supere en mucho a la rural. Esto implica transportar comida.

En resumen, que no sean los agricultores de los países pobres quienes paguen el pato (criado localmente o no), y que en las cuestiones sobre agricultura y mercados son siempre muy complicadas.

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Los comentarios de Pepe, Fabio y Ripley sobre los luditas me han dado mucho que pensar (¡gracias!).

Es fácil oponerse a cosas. Los que lo hacen con mayor entusiasmo forman una tribu aparte del ludismo, la de los “mopongo” – en palabras de Ripley- , por su tendencia a decir “mopongo a esto” o “mopongo a lo otro”. Lo difícil es proponer soluciones que no sean luditas (oponerse a cualquier mejora técnica), ni sean destructoras del ambiente o la cultura de la comunidad. Entre el monocultivo de soja transgénica y la agricultura de cero insumos externos hay muchos mundos posibles. Encontrar el punto exacto que permita a la gente vivir bien de la agricultura y prosperar sin ser dañinos es nuestro trabajo.

He podido observar desde hace mucho tiempo que que la mayoría de los luditas proceden de las ciudades y no han trabajado en la agricultura. Tienen una idea romántica de la agroecología y creen que la agricultura se limita a la horticultura, sin pensar si se adapta al cultivo de arroz o de patatas. Nos pierde la estética, por eso nos gustan tanto los cuadros como el que ilustra este artículo.

Óscar Basoberry, ex-director de CIPCA (de Bolivia) y gran conocedor del campo, se quejaba amargamente en una presentación a la que asistí de que hoy en día, quienes trabajan en cooperación y han estudiado ingeniería no saben distinguir una sembradora de un arado. Hemos abandonado casi completamente la promoción de la mecanización. Eso sí, todos y todas saben hacer lombricompost.

¿Por quién empezamos? Me preocupan más las personas a quienes afectamos. Así como exigimos el principio de precaución a los transgénicos, nos lo tenemos que aplicar a lo que hacemos. Si vamos a disminuir el uso de fertilizantes, midamos cómo nos va y cómo vamos a sustituirlos. Si proponemos otras semillas, verifiquemos que son más productivas. Nos jugamos la comida de personas que en ocasiones se fía más de nuestras propuestas de lo que deberían. La ciencia nos puede ayudar. El problema es que son legión en la cooperación quienes no confían en ella –característica de luditas-, ni entienden sus reglas. Desconfiamos de la economía y de la agronomía (excepto la agroecología). Nos negamos a hacer números para verificar  nuestras hipótesis, si es que las tenemos. Odiamos el reduccionismo científico, pero nos instalamos en el reduccionismo de las soluciones.

Para continuar con la reflexión  ofrezco este interesante artículo de Nour-Eddine Sellamna, que se pregunta si cosas como estas nos pasan porque somos posmodernos. Queda para el debate.

Los luditas eran un movimiento social de principios del siglo XIX que luchaba contra los cambios que la revolución industrial había producido en el sector textil. Se oponían a los nuevos telares mecánicos porque creían que les dejaban sin trabajo.
En la cooperación para la agricultura tenemos algo de luditas. Mostramos cierta tendencia a recomendar paquetes tecnológicos cuanto más simples mejor, evitando cualquier tipo de mecanización, fertilizante químico o semilla híbrida (que no transgénica). Esto se debe a la no muy aristotélica costumbre de situarse en los extremos: si la Monsanto promueve un modelo, nosotros recomendaremos exactamente el contrario. No nos arriesgaremos a matizar nuestra postura, porque ya se sabe que quien matiza, recibe palos de los dos extremos.
Recomendar qué y cómo cultivar es una gran responsabilidad. En palabras de John Keneth Galbraith:

El agricultor ve como una cosa peligrosa el consejo de aquel que no tiene que ganarse la vida por medio del resultado de aquel consejo.

Y la mayor parte de veces hace bien en desconfiar. En determinadas condiciones de agua y fertilidad del suelo, podemos recomendar agricultura orgánica, pero nunca sin antes valorar la disponibilidad de nutrientes, la extension, el tipo de cultivo, cómo se hará la transición, y si con todo esto, el resultado sera el suficiente para vivir. Garantizar la viabilidad económica de la producción debe estar por delante de cualquier otra consideración.