La Faneuse, Millet, 1857

La Faneuse, Millet, 1857

Estoy intentando recordar si hace cinco años nos aburríamos. Todavía no había llegado la primera crisis de precios alimentarios, ni la debacle financiera, no había yodo radiactivo en el aire y el mar del Japón, ni petróleo en el golfo de México, y las jubilaciones parecían seguras en el mundo rico. Cada época tiene su afán, pero esta tiene muchos. Corremos el riesgo, entre tantas grandes preocupaciones, de que nos olvidemos de que la comida sigue cara y que miles de millones de personas lo pasan mal por tener que gastar más en comer cada día. La crisis alimentaria tuvo su momento de gloria en los medios, pero tuvo que dejar paso rápidamente a Japón -que tampoco tiene ya el espacio que tenía, a pesar de que el plutonio sigue ingobernable- y luego a Libia. Malthus, hoy, hubiera tenido difícil hacerse oír, con tanta competencia.

Entre los riesgos de esta crisis de precios alimentarios está cerrarla en falso: los precios volverán a bajar en algún momento, nuevas noticias vendrán a ocupar las portadas, y hasta la próxima, porque los problemas no se habrán resuelto. Seguiremos sin reservas suficientes, el maíz se dedicará cada vez más a fabricar alcohol cuanto más suba el petróleo y la especulación hará sus apariciones periódicas como el Guadiana.

Entre las muchas medidas necesarias para controlar la crisis de alimentos, hay una que destaca: las reservas de grano.

El asunto de las reservas es uno de estos que los economistas, que en su necesidad de ganarse la vida tienen que cambiar el nombre a cosas evidentes, llaman un problema de acción colectiva. Un refrán lo describe mejor: el uno por el otro y la casa sin barrer. Resulta que cuando el grano era barato y había mucho, los países y las empresas optaron por tener menos reservas. Esto se llama aprovisionarse «just in time», que significa que cuando necesitas algo lo compras y te lo traen, en vez de guardarlo tú en el almacén. Pues bien, esto funcionó hasta que hubo escasez, y entonces todo el mundo se dio cuenta de que no había reservas y entró la prisa por comprar. No ha habido ninguna crisis de precios de comida cuando las reservas han sido de más de la bíblica quinta parte. Sería fácil evitar más crisis: sólo hay que subir las reservas por encima del 20%. ¿Qué pasa? Que mantenerlas es caro: cuesta entre 15$ por tonelada y 35 en los sitios menos eficientes. Nadie quiere pagar este coste (por eso lo de la acción colectiva). Cada país prefiere que sea otro el que pague el coste de almacenar.  Si hablamos de subir un 5% el nivel actual, más o menos, hasta llegar al 20%, esto significa miles de millones de dólares en capital inmovilizado, gastos de mantenimiento aparte. Además, guardar el grano tiene sus riesgos, se puede estropear. Hay que renovarlo de vez en cuando, con lo cual bajas los precios cuando lo sacas a la venta, a veces en mal momento. En muchos países hay además riesgo de corrupción. Pero todo esto son males menores al lado de lo que ocurre cuando un país no tiene grano suficiente para alimentar a su gente, y tiene que comprarlo fuera a precio de oro. Las reservas en divisas se acaban pronto, y aumenta la deuda externa por tomar prestado para comprar grano.

Hay ejemplos de países donde las reservas han funcionado bien. Indonesia es el más claro, con la agencia BULOG. También los hay en Zambia, Malawi y Madagascar. Hay incluso ejemplos regionales en África Occidental y el sudeste asiático, todavía incipientes. Pero en la mayor parte de los países del G20 -con Indonesia como excepción- piensan que mantener reservas es cosa del pasado, y que crisis alimentarias más graves por la coincidencia de catástrofes ambientales no pueden suceder. Quizá tienen razón, aunque ahí están la crisis financiera, Fukushima y British Petroleum para desmentir lo que los expertos decían que era imposible.