Ya saben que me gustan los refranes, aunque sean antiecológicos. Este también es centroamericano, y se refiere a la necesaria adecuación entre el tamaño del problema y el tamaño de la solución. El problema del que hablo es el hambre.
García Lorca dijo: «El día que el hambre desaparezca, va a producirse en el mundo la explosión espiritual más grande que jamás conoció la humanidad.«
Hacerlo es posible, sólo tienen que decidirlo los gobiernos, para tomar el dinero de donde está (el sector financiero), y ponerlo donde debe estar, solucionando el hambre en el mundo. Hasta aquí, poco debate (al menos entre quienes estamos en el sector, los banqueros no opinan igual).
Cuando consigamos que el G8 (o el G20, así como va cambiando el mundo) tome las decisiones pertinentes, pasaremos de la falta de dinero a la necesidad de definir las soluciones. Definir qué queremos es posible: el nivel de conocimientos actuales sobre la pobreza, la agricultura y las políticas públicas necesarias es grande.
Lo que tenemos aquí es un problema de ejecución (que desde las ONG que tratamos estos temas tenemos que afrontar más pronto que tarde). Por un lado, los políticos que nos escucharán, o escucharán a las contrapartes con las que trabajamos en el sur, quieren soluciones fáciles de aplicar (lo comentó hace poco Nicolás Bricas, del CIRAD, en el encuentro de Bruselas que comentaba hace tres artículos).
Cuesta poco decir: necesitamos reservas físicas regionales, reservas virtuales contra la especulación, medidas comerciales flexibles que aprovechen el espacio de Doha, pero un político pensará: ¿no basta con una donación? No quieren complicarse la vida, y es normal. Y ahí entramos en un tema insuficientemente discutido en la lucha contra el hambre: mucha de la culpa del WC (Washington Consensus, no piensen en otras siglas sanitario-escatológicas) estaba en la incapacidad de los estados para ejecutar políticas públicas. ¿Cómo pondremos a los estados en forma? ¿Cómo evitaremos la corrupción?
Quien haya entrado alguna vez en una institución pública en un país pobre no habrá podido evitar una sensación de espanto primero y de desolación después, seguida de una alarmante falta de optimismo sobre las posibilidades de que el grupo de funcionarios/as que tenemos a la vista pueda solucionar algo, sea lo que sea. Debo decir que estas experiencias las he tenido en América Latina, siempre. Algunas veces también me ha pasado en España, pero menos, gracias a que el sueldo es a veces -no siempre- un buen incentivo.
Conclusión: debemos meter en la agenda cuanto antes el tema de la mejora de las capacidades estatales para ejecutar las políticas públicas. Serán los Estados del sur los que tiren la pedrada al sapo, y la piedra será grande, difícil de manejar, y cara, como para no errar el tiro.